La noche de la dinamita


Este relato habla del día en que una mujer puso en vilo a una cuadrilla entera de hombres y demostró tener más agallas que un pueblo entero.
En aquél entonces, en la España de esos años, aún la historia se enmarcaba en bandos, pero Antonia de lo que verdaderamente entendía era de supervivencia.
La noche ya presagiaba lo que iba a suceder. Oscura, cerrada y gélida guardaba el resentir de un pueblo de no más de 1.300 habitantes. Sellado en el tiempo, no se escapaba ningún personaje pintoresco de la época. A pesar de haber pasado 30 años del inicio de la Guerra Civil, por aquella pequeña pedanía granadina los vestigios de señoritos, patrones y jornaleros dictaban la Andalucía rural en la que todo iba bien mientras que cada uno entendiese adecuadamente su posición y para qué había nacido.
Ya se hablaba entre cuchicheos de las rencillas entre los Molinas y los Castros y que eso algún día iba a acabar mal. Lo que los protagonistas de la discordia no sabían es que iba a ser esa misma noche. La rivalidad entre ambas familias era más que conocida, aún siendo ambos de la misma ideología política.  El alcalde y el somatén enfrentaban continuamente su orgullo como gallos de un mismo corral. Ser somatén otorgaba cierto aires de grandeza que a menudo chocaba con la ridiculez de creer ser alguien más allá de un pobre desgraciado. Antonio, el marido de Antonia, se permitía la libertad de hablar de más cuando el pico se le calentaba, y se le templaba más de lo aconsejable.
Esa noche llegó a casa cansado de trabajar en las canteras, pero no lo suficiente como para sacrificar los vinos en la taberna. Antonia le sirvió la mesa, le puso el vaso de vino y el plato de comida como de rutina. Cuando su marido no miraba, tenía el hábito de vaciar un poco la botella y rellenarla de agua. Así el vino era menos vino.
Antonio terminó de cenar, se lavó y se dispuso a marchar a la plaza.
El silencio marcaba el momento. Antonia callaba sus ganas de retenerlo, por una vez, en casa. Sabía cuál era su límite y en qué ocasiones podía sobrepasarlo. Y esta no era una de ellas.
Con los niños acostados, Antonia había cogido la costumbre de dormir vestida y con la llave en la mano. Las noches de compadreo nunca sabía por dónde podían salir. Sus viejos y conocidos fantasman la volvían a visitar de nuevo. La mantenían semidespierta, en un estado de vigilia en el que todo se volvía oscuro e inseguro.
Entrada ya la medianoche pegaron a la puerta insistentemente. Los golpes retumbaban en el silencio de la casa.
- Voy, voy… ¿qué es lo que pasa? -. El corazón se le aceleró tanto que pensaba que se le iba a salir.
- Antonia, deprisa, a tu marido le han amenazado a muerte - le alertó un compañero de las canteras.
Se levantó de golpe, sintió que las piernas le tiritaban, un escalofrío le recorrió el cuerpo, el peor de los augurios se estaba cumpliendo.
Le dijo a su hija mayor que no se movieran de la casa y que no abrieran la puerta a nadie hasta que no escuchara su voz. No le permitió que le pidiera explicaciones.
Fue a la habitación que tenían cerrada con llave y cogió un cartucho de dinamita, mecha y salió por la puerta lo más rápido que pudo.
- Manuel, busca al cura - le increpó al mensajero, y corrió hacia la plaza.
Llegó a la taberna y por una ventana que daba al callejón trasero, contempló la escena. Uno de los Molinas estaba apuntando con la pistola a su marido.
No pensó en las consecuencias, su instinto le nublaba el sentido. Una energía extraordinariamente fuerte la empujó hacía la puerta principal y cartucho de dinamita en mano gritó:
- ¡O lo dejáis o prendo fuego a esto y salimos de aquí los que salgamos!.
El cuerpo le temblaba desde el pelo más alto de su cabeza hasta la punta de sus pies, pero extrañamente se sentía más viva que nunca.
El tiempo se paró de golpe. Todos enmudecieron y miraron a Antonia. Se vieron venir el peor de los finales, sus rostros palidecieron. El tabernero rompió el silencio, con una voz grave  y oscilante alcanzó a decir:
- Por favor, Antonia, no vayas a hacer ninguna tontería.  
Todos contemplaban la escena como si de un cuadro se tratase. La altanería se rebajó considerablemente a medida que aumentaba el miedo en sus cuerpos. Las miradas vacilaban de unos a otros a toda velocidad. De repente, la razón recobró el sentido común.
Enrique bajó el arma. Realmente no quería morir ni matar.
- Tranquilízate Antonia - suplicó su marido  mientras que se acercaba a ella.
El equilibrio iba restableciendo el momento y los ánimos se calmaron. En ese instante el cura entró por el portón. Hizo uso de la autoridad que se le otorgaba para acompañar a Enrique hasta la mismísima puerta de su morada y asegurarse de que no volvía a salir. Poco a poco todos los que estaban en la taberna se fueron yendo sin mediar más palabra que un simple adiós. El tabernero decidió cerrar las puertas y marcharse a casa aturdido y perplejo por todo lo ocurrido.
En el pueblo ya se habían vivido sucesos trágicos por disputas entre familias, y Antonia no iba a permitir que las palabras, tan inútiles en tantas ocasiones, ganaran a la vida.
Antonio regresó a casa con su mujer, pero a diferencia de otras veces, hoy era ella quien se sentía libre. Nadie le podía arrebatar esa sensación única por más que él quisiera censurarla.
Analfabeta, se había sentido pequeña en muchas ocasiones en una sociedad que, a menudo, la menospreciaba. No entendía de complejidades, pero se había hecho sabia en lo verdaderamente esencial: la simpleza de la vida. Esa era mi abuela.

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